Replanteando el Significado de “Europa”

El año pasado la Unión Europea celebro 50 años de vida desde su fundación. Pese a la naturaleza sobria de las celebraciones, es indudable de que la UE ha sido un experimento político-económico sumamente exitoso. Sus estados miembros—muchos de ellos antiguos adversarios con una larga historia de conflictos violentos—han dejado de lado la guerra como un instrumento político. En su lugar, han creado un modelo basado en el reconocimiento de intereses comunes y la construcción de una estructura institucional que ha apoyado este proceso ambicioso de integración económica y política. La situación actual es positiva: hoy la UE acoge a algunas de las naciones más prósperas del mundo; al mismo tiempo que se ha constituido en un centro global de excelencia científica, de innovación tecnológica y experimentación política creativa.

En pocas palabras, los primeros cincuenta años de la UE pueden definirse como una serie de logros, atenuados por traspiés e innovaciones, tras períodos de estancamiento. El compromiso de los estados miembros a la integración—y a una mayor cooperación—ha coexistido con una reticencia, nacida del deseo de proteger intereses nacionales, a la transferencia de soberanía a las instituciones de este gran bloque denominado UE. El grado y rapidez del progreso han sido, por lo tanto, determinados por la intensidad relativa de estas dos fuerzas. Es más, el considerable aumento en el número de integrantes al interior de la Unión Europea, de quince estados miembros al inicio del año 2004 a los veintisiete que la componen actualmente, ha dado lugar a ajustes—no siempre fáciles—a los requerimientos de una comunidad más grande y diversa.

Hoy Europa tiene un nuevo y más potente significado que hace medio siglo y a continuación me permito exponer algunas reflexiones sobre las perspectivas de este conglomerado en el largo plazo:

  • El proceso de globalización mundial ha reducido la importancia relativa de la geografía como un determinante de la prosperidad y el crecimiento económico. Somos testigos que las caídas drásticas en el costo del transporte y las comunicaciones han disminuido considerablemente la importancia de la ubicación geográfica. En forma creciente, las economías más competitivas del mundo son aquellas que han logrado potenciar las habilidades de sus fuerzas laborales, que han creado instituciones abiertas, transparentes, eficientes, y que ofrecen un mínimo de estabilidad política y social. Hoy el éxito pareciera depender más de la calidad de las políticas y las instituciones que de la ubicación geográfica de un país. Así lo demuestra ejemplos concretos como Corea y Singapur, Irlanda e Israel, Nueva Zelanda y Chile y, más recientemente, la experiencia de los países en Europa Central y Oriental.

  • A la luz de lo anterior, pareciera entonces que la UE debería verse no fundamentalmente como una geografía política, sino mas bien como un grupo de estados miembros que comparten reglas, políticas e instituciones comunes, las que tienen que ver cada vez menos con la ubicación. La reciente fatiga ciudadana con la ampliación de la UE podría tener que ver menos con la erosión del entusiasmo por parte de sus ciudadanos—con el sentimiento comunitario que es el fundamento del experimento Europeo—y más con la percepción de que los líderes políticos han visto esta expansión como un proceso impulsado por consideraciones geográficas, en las que se han visto forzados a aceptar miembros que aún no estaban listos para asumir plenamente las responsabilidades correspondientes. La reciente incorporación de Bulgaria y Rumania es un fiel reflejo de este argumento: dos países con niveles de transparencia en el manejo de los asuntos de estado muy por debajo del resto de la UE. Si la UE fuera vista en forma creciente como una unión basada en políticas e instituciones compartidas, y respeto por reglas mutuamente acordadas, sería dudoso que el proceso de ampliación hubiera seguido un curso tan vertiginoso, optándose tal vez por períodos mas largos de consolidación institucional en algunos de sus estados candidatos.

  • El párrafo anterior sugeriría que los esfuerzos de los líderes de la UE para consolidar los logros impresionantes de los últimos cincuenta años no deberían limitarse a incorporar aquellos estados actualmente en su periferia, sino más bien enfocar su atención en aquellos estados que, habiendo establecido un historial respetable de buenas políticas, instituciones sólidas y valores políticos similares (democracia, respeto por los derechos humanos y civiles) estarían dispuestos a someterse a las presiones competitivas del mercado Europeo, la disciplina de sus instituciones y sus reglas comunes, independientemente de donde se hallen estos países. Desde esta perspectiva más amplia, Chile podría ser un candidato ideal. Chile es un país que ya ha sobrepasado a la mayoría de los miembros de la UE en la calidad de su manejo macroeconómico. Sus instituciones—derechos de propiedad, el sistema judicial, el esquema regulatorio, el régimen comercial y el sistema de seguridad social—ya operan a un nivel de eficiencia por encima de la media de la UE. En lo que respecta a niveles de corrupción, la claridad de las reglas del juego y el clima para las inversiones, Chile esta ya por encima de países como Italia, Grecia y la gran mayoría de los nuevos estados miembros de Europa Central y Oriental. Asumiendo a priori el hecho evidente que no comparte una frontera física con la UE, Chile—el único país Latinoamericano que tiene un tratado de libre comercio con la UE—es ya un miembro de la UE en espíritu.

  • Dicho esto, la incorporación de Chile a la UE tendría implicaciones que irían mucho más allá de la simple adhesión de un estado pequeño a su creciente lista de economías pequeñas. Le daría a la UE una notable presencia institucional en Latinoamérica, una región con la que tiene relaciones comerciales cada vez más importantes. La UE se beneficiaría de incluir entre sus miembros una economía con tasas de crecimiento muy por encima de la media Europea y una posición privilegiada entre todos los rankings mundiales de competitividad. Más importante aún, la entrada de Chile a la UE activaría una fuerte cadena de incentivos en Latinoamérica, como ocurriera en Europa Central y Oriental durante los últimos quince años. Con el ingreso de Chile, uno puede fácilmente vislumbrar un cambio en la naturaleza del debate político en la región. Los uruguayos y los costarricenses podrían entonces preguntarse: “¿qué tenemos que hacer nosotros para cumplir los requisitos de adhesión?” Esta es la clase de pregunta que se debería plantear en la región, para trasladar los debates a un plano mas elevado, alejado de las demagogias populistas que hemos visto resurgir en los años recientes.

Predecir el futuro es una tarea azarosa. Sin embargo, una cosa es clara: el ritmo inexorable del cambio tecnológico está dando lugar a una economía global integrada y nos está llevando a una creciente conciencia de ciudadanía mundial. En la medida en la que los líderes políticos de la UE busquen redefinir las condiciones de una futura expansión, muy bien podrían descubrir que ha llegado el momento de pensar en Europa menos en función de los paradigmas tradicionales—y necesariamente limitantes—de proximidad geográfica, y más en el nuevo lenguaje del siglo XXI. Una época donde las barreras físicas, las fronteras y los conceptos de distancia, están dando lugar a la realidad inexorable de la unicidad de la humanidad.

Augusto López Claros pronuncia el discurso de apertura,
Inovación para el Desarrollo Social y Económico,
en el Foro Microsoft de Líderes Gubernamentales,
Miami, Florida, 3 de Abril de 2008.

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