Nueve razones por las que la corrupción destruye la prosperidad humana
En un
blog anterior,
hablamos de las fuentes de corrupción, los factores que han hecho de
ella un poderoso obstáculo que impide un desarrollo
económico sostenible. Indicamos que las regulaciones disfuncionales
y excesivas y las políticas mal formuladas, a menudo, crean
incentivos para que tanto los individuos como las empresas las
esquiven mediante el pago de sobornos. Ahora vamos a ver las
consecuencias de la corrupción, para comprender mejor por qué es
destructora de la prosperidad humana.
En primer lugar,
la corrupción merma los ingresos públicos y, por tanto, limita la
capacidad del gobierno de invertir en áreas impulsoras de la
productividad. Cuando la corrupción es endémica, los individuos
piensan que pagar impuestos es una propuesta económica cuestionable.
Existe una delicada tensión entre el gobierno como recaudador de
impuestos, por un lado, y las empresas y los individuos como
contribuyentes, por otro. El sistema funciona razonablemente bien
cuando los contribuyentes sienten que hay buenas probabilidades de
tener compensaciones en el futuro, por ejemplo con mejoras en las
infraestructuras del país, mejores escuelas y una fuerza laboral
mejor formada y más sana. La corrupción sabotea ese contrato
implícito. Cuando se permite que florezca la corrupción, los
contribuyentes se sienten justificados para encontrar formas
imaginativas de eludir pagar impuestos o, peor aún, empezar a pagar
sobornos, ellos también.
La corrupción,
en la medida en que disminuye los ingresos, influye negativamente en
los esfuerzos del gobierno para reducir la pobreza. El dinero que se
escapa del presupuesto debido a la corrupción no puede utilizarse
para aliviar los problemas de los pobres. Por supuesto, la corrupción
también debilita los argumentos de quienes dicen que la ayuda
exterior puede ser un factor importante en la lucha contra la pobreza
mundial; ¿por qué los contribuyentes de los países ricos van a
tener que seguir sosteniendo el lujoso estilo de vida de los
cleptócratas en Estados corruptos?
En segundo lugar,
la corrupción distorsiona la toma de decisiones relacionada con
proyectos de inversiones públicas (Tanzi
y Davoodi, 1997). Los grandes proyectos de financiación
proporcionan tentadoras oportunidades de corrupción. Los gobiernos a
menudo emprenden proyectos de más dimensión o complejidad de lo que
se justifica por las necesidades del país. Como consecuencia, la
inversión pública es más elevada: el mundo está lleno de
esqueletos de grandiosos proyectos inútiles y abandonados,
construidos muchas veces con créditos externos y que representan una
pesada carga para unos presupuestos limitados. En una situación de
recursos escasos, los gobiernos deciden que es necesario recortar
gastos en otros ámbitos, a veces en áreas de gran importancia
social o en operaciones de mantenimiento. Tanzi (1998)
afirma de forma convincente que la corrupción también reduce el
gasto en sanidad y educación porque esas son áreas en las que
pueden ser más difíciles los sobornos, si bien algunos
han argumentado que el absentismo de los proveedores, que es un grave
problema en los sectores educativos y de la sanidad de muchos países,
es en sí mismo una forma de “corrupción discreta o silenciosa”.
En tercer lugar,
existen pruebas empíricas sólidas de que, cuanto más elevado es el
nivel de corrupción de un país, mayor es la proporción de su
economía que se hace subterránea, fuera del alcance de las
autoridades fiscales. No es extraño que muchos estudios hayan
demostrado que la corrupción también socava las inversiones
extranjeras directas (IED), porque actúa de forma indistinguible de
un impuesto; en igualdad de condiciones, los inversores siempre
preferirán establecerse en países menos corruptos. Wei (2000)
revisó datos de IED de 14 países inversores en 45 países
receptores y llegó a esta conclusión: “Un incremento en el nivel
de corrupción como del de Singapur hasta el de México equivale a
aumentar el tipo fiscal en 21-24 puntos porcentuales”.
En cuarto lugar,
la corrupción desanima el desarrollo y la innovación en el sector
privado y estimula la ineficacia. Los empresarios que comienzan
llenos de ideas brillantes se sienten intimidados por los obstáculos
burocráticos, los costes financieros y las cargas psicológicas que
acarrea poner en marcha nuevos negocios, y acaban optando por
llevarse sus ideas a otro país menos corrupto o, con más
probabilidad, se dan por vencidos. En cualquier caso, el crecimiento
económico sufre un grave perjuicio. Un nivel elevado de corrupción
representa una carga financiera adicional para las empresas, que
debilita su capacidad de competir en el plano internacional. A
diferencia de un impuesto, que es conocido y previsible y puede
incorporarse a la estructura de costes de la empresa de manera
ordenada, los sobornos son imprevisibles, y complican el control de
gastos, reducen los beneficios y socavan la eficacia de quienes
tienen que pagarlos para poder seguir operando. Mauro (1995)
utilizó varios índices de corrupción y eficacia institucional para
demostrar que la corrupción reduce las inversiones y, por tanto, el
crecimiento económico.
En quinto lugar,
la corrupción contribuye a una mala utilización de los recursos
humanos. Para sostener un sistema corrupto, los funcionarios y los
que les pagan deben dedicar tiempo y esfuerzo a desarrollar ciertas
habilidades, cultivar determinadas relaciones y construir una serie
de instituciones y sistemas opacos de apoyo, como transacciones en
negro, cuentas bancarias secretas y otras cosas similares. Los
estudios han demostrado que, cuanta más corrupción hay en un país,
más tiempo tienen que dedicar las direcciones de las empresas a
asegurar el cumplimiento de las normas, evitar sanciones y lidiar con
el sistema de sobornos que las sustenta, unas actividades que desvían
la atención y los recursos de la producción, la planificación
estratégica, etcétera.
En sexto lugar,
la corrupción tiene unas consecuencias preocupantes en la
distribución. Los trabajos empíricos han demostrado que contribuye
a empeorar la distribución de rentas. Gupta, Davoodi y Alonso-Terme
(1998)
han demostrado que la corrupción, al rebajar el crecimiento
económico, incrementa visiblemente la desigualdad de rentas. También
distorsiona el sistema impositivo porque los ricos y poderosos pueden
utilizar sus conexiones para garantizar que les sea favorable.
Produce una selección ineficaz de los objetivos de los programas
sociales, muchos de los cuales adquieren unas características
regresivas y benefician de forma desproporcionada a las rentas más
altas; por ejemplo, los subsidios a la gasolina para las clases
medias poseedoras de automóvil en India.
En séptimo
lugar, la corrupción genera incertidumbre. Una transacción en la
que intervengan sobornos no genera unos derechos de propiedad que se
puedan hacer respetar. La empresa que obtiene una concesión de un
funcionario como consecuencia de un soborno no puede saber con
certeza cuánto va a durarle esa ventaja. Es posible que haya que
renegociar constantemente los términos del “contrato” para
prorrogar la vigencia de las ventajas o impedir que queden anuladas.
De hecho, el autor del soborno, que ha infringido la ley, puede caer
presa de una trama de extorsión de la que le sea difícil liberarse.
En un entorno incierto y con derechos de propiedad inseguros, la
empresa estará menos dispuesta a invertir y planificar a largo
plazo. La estrategia preferida será la atención a corto plazo para
maximizar los beneficios inmediatos, aunque eso conduzca, por
ejemplo, a la deforestación, o al rápido agotamiento de recursos no
renovables.
Esta
incertidumbre es en parte responsable de una perversión de los
incentivos que impulsan a los individuos a aspirar a ocupar un cargo
público. Cuando la corrupción campa a sus anchas, los políticos
intentan mantenerse en su cargo todo el tiempo posible, no porque
estén ni remotamente sirviendo al bien público, sino porque no
quieren ceder a otros los beneficios pecuniarios de su posición de
poder. Cuando quedarse más tiempo en el cargo no es una opción, el
nuevo gobierno querrá robar todo lo posible lo más rápidamente
posible, dado que la ventana de oportunidad es relativamente breve.
En octavo lugar,
como la corrupción es una forma de traicionar la confianza,
disminuye la legitimidad del Estado y la talla moral de la
administración a ojos de la población. Aunque se hagan esfuerzos
para envolver las transacciones corruptas en el secreto, en
particular cuando las oportunidades de sobornos estén ligadas a
alguna iniciativa inspirada por el gobierno, los detalles importantes
se filtrarán y mancharán la reputación del gobierno, de forma que
dañarán su credibilidad y limitarán su capacidad de ser un agente
de cambio constructivo. Los gobiernos corruptos tienen muchas más
dificultades para hacer respetar los contratos y los derechos de
propiedad de forma creíble.
La novena
consecuencia es que el soborno y la corrupción llevan a otras formas
de delitos. Como la corrupción genera corrupción, tiende a
desembocar pronto en la creación de mafias y grupos de crimen
organizado, que utilizan su poder económico para infiltrarse en
negocios legales, intimidar, crear redes de protección y un clima de
miedo e incertidumbre. En los Estados con instituciones débiles, la
policía puede verse sobrepasada, y eso hace que haya menos
probabilidades de atrapar a los delincuentes. Eso, a su vez, anima a
más gente a corromperse, lo que debilita todavía más la eficacia
de las fuerzas del orden, en un círculo vicioso todavía más nocivo
para el clima inversor y para el crecimiento económico. En muchos
países, a medida que la corrupción engendra mafias y crimen
organizado, la policía y otros órganos del Estado pueden también
convertirse en delincuentes. Para entonces, las empresas no solo
tienen que negociar con burocracias infestadas de corrupción sino
que son vulnerables a ataques de empresas rivales, que pagan a la
policía o los inspectores fiscales para que las acosen y las
intimiden.
No hay límite para lo que la corrupción, una vez desatada, puede socavar la estabilidad del Estado y la sociedad organizada. Los inspectores fiscales pueden extorsionar a las empresas; la policía puede secuestrar a inocentes y exigir rescates; el primer ministro puede exigir mordidas por asistir a reuniones; el dinero de la ayuda de otros paises puede desaparecer en cuentas privadas de altos funcionarios en paraísos fiscales; el jefe del Estado puede exigir que el dinero de determinados impuestos vaya a parar directamente a su cuenta personal. Las inversiones se paralizan, o, peor aún, la fuga de capitales conduce a la desinversión. En los países en los que la corrupción se entrecruza con la política nacional, pueden surgir centros de poder alternativos que rivalicen con el poder del Estado. Llegados a ese punto, las posibilidades de que el gobierno pueda verdaderamente hacer algo para controlar la corrupción desaparecen, y el Estado se convierte en una cleptocracia, el octavo círculo del infierno de la Divina Comedia de Dante.
Otra posibilidad
es que el Estado, para conservar su poder, escoja la guerra y sumerja
el país en un ciclo de violencia. En cualquier caso, los Estados
corruptos, fallidos o en trance de fracasar, son una amenaza para la
seguridad de toda la comunidad internacional, “porque son
incubadoras de terrorismo, narcotráfico, blanqueo de dinero, tráfico
de personas y otros crímenes a escala mundial; es decir, problemas
que van más allá de la propia corrupción” (Heineman
and Heimann 2006).