América Latina en el punto de mira: ¿Qué se ha de hacer?
En los últimos meses hemos sido testigos
de violentas manifestaciones en varios países latinoamericanos, entre ellos
Chile, el único país de la región (aparte de Méjico) que forma parte de la
OCDE, el club de los países ricos. Moisés Naim y Brian Winter publicaron
recientemente un artículo muy bien razonado en Foreign Affairs (29 de octubre),
titulado "Why Latin
America Was Primed to Explode" (Por qué
América Latina tenía que explotar), en el que sostienen fundadamente que, tras
el auge de los productos básicos en la primera parte de la década anterior, el
pasado reciente ha sido testigo de una fuerte desaceleración del crecimiento
económico. "Con el telón de fondo del estancamiento de los salarios y el
aumento del coste de la vida, indignidades como la desigualdad y la corrupción
se han vuelto más difíciles de tolerar para muchas personas", argumentan
de manera persuasiva. Presento aquí algunas reflexiones sobre el debate acerca
del crecimiento económico y sus implicaciones para Latinoamérica.
¿Qué pasa con el crecimiento económico?
Los economistas –entre los que me cuento-
han estudiado y debatido durante mucho tiempo sobre las fuentes del crecimiento
económico y sus consecuencias. Arthur Lewis[1],
el gran economista del desarrollo, observó que "la ventaja del crecimiento
económico no es que la riqueza aumente la felicidad, sino que aumenta la gama
de opciones humanas... Lo que justifica el crecimiento económico es que proporciona
al hombre un mayor control sobre su entorno y, con ello, le da más
libertad". Para una gran parte de la humanidad, los últimos siglos han
supuesto una lucha inhumana por la subsistencia, caracterizada por períodos de
hambruna, enfermedad y trabajo árduo e incesante. La elevada mortalidad
infantil y expectativas de vida cruelmente cortas han sido una característica
permanente de nuestra existencia. El crecimiento económico, dijo Lewis,
"le permite escapar de esta servidumbre" y de las muchas otras
amenazas que merman la calidad de vida. El crecimiento económico le permite a
la mujer escapar de la pesadez de las tareas domésticas y otras labores
agotadoras y la empodera para desarrollar muchas otras capacidades. El
crecimiento, y el aumento de la producción que conlleva, junto con las
innovaciones tecnológicas que lo acompañan, propician el ocio y abren un mundo
de nuevas posibilidades. Hace posible que más personas se dediquen a otras
actividades y que surjan nuevas ocupaciones, entre ellas la de médico, filósofo
o poeta.
El crecimiento económico despierta nuestra
consciencia de las necesidades de otros. A medida que las sociedades prosperan,
se asignan más recursos a los grupos desfavorecidos y vulnerables de la
sociedad, y a la formación y educación de los niños. En sociedades con poco o
ningún crecimiento económico -una descripción bastante aproximada de lo que era
el mundo antes de la revolución industrial- las demandas de un grupo de la
sociedad sólo pueden satisfacerse imponiendo sacrificios a otros. Es un mundo
de suma cero, con frecuencia caracterizado por luchas sociales. Según el
historiador económico Angus Maddison, el PIB real per cápita creció en el mundo
a una tasa media anual del 0,05 por ciento a lo largo de los 800 años previos a
1820, con apenas ligeras variaciones regionales. En los diez siglos anteriores
fue igual a cero. A una tasa de crecimiento del 0,05 por ciento anual, una
economía tarda 811 años en alcanzar una expansión del 50%. En otras palabras, ningún
individuo llega a ver un crecimiento perceptible a lo largo de su vida. Sin
crecimiento económico y sin la prosperidad que trae consigo, gobernar se
convierte en una labor amarga. Al no ser posible satisfacer las legítimas aspiraciones
de progreso material, el resultado es a menudo la represión política. Pero se
trata de un callejón sin salida; con el tiempo, la falta de crecimiento llevará
a la complacencia y la resignación, la sensación de que la
"estabilidad" es el atributo primordial de la vida y que tiene poco
sentido buscar oportunidades de progreso económico: simplemente no existen. Los
políticos han llegado a comprender esto por propia experiencia: su deseo de
promover el crecimiento económico está ligado a las oportunidades que brinda el
aumento de los ingresos para su posterior redistribución y para adquirir
legitimidad como gobernantes.
Lewis demostró una impresionante perspicacia
respecto a algunos de los problemas potenciales asociados con un rápido
crecimiento económico. Pensaba que el crecimiento económico tendía a venir
unido a la desaparición de la familia extensa, la erosión de los sistemas
sociales basados en el estatus y su sustitución por sistemas basados en el
contrato, a la igualdad de oportunidades y a niveles elevados de movilidad
social vertical. Todo ello, afirmaba, tenía el potencial de alterar las
relaciones existentes e interactuar—a veces de manera impredecible—con problemáticas
de clase, religión y autoridad política. El crecimiento, por tanto, no estaba
exento de peligros; baste recordar el rápido crecimiento de Irán en las décadas
de 1960 y 1970 y su metamorfosis en 1979 en una teocracia represiva gobernada
por mulás corruptos. El crecimiento económico podía coexistir con un aumento de
la desigualdad y, si no se controlaba, podía ejercer una presión cada
vez mayor sobre el medio ambiente. En la Unión Soviética, el rápido crecimiento
económico vino asociado a un tremendo deterioro de la calidad del medio
ambiente. A ello se suma el que sus gobernantes no creían que los beneficios de
aquel debieran ir ligados a la necesidad de mejorar el nivel de vida del
ciudadano medio. Cuando se produjo su colapso, la Unión Soviética era un gigante
militar con una población empobrecida, un caso clásico de "crecimiento
empobrecedor".
Al tiempo que hacía hincapié en los abundantes
beneficios de un crecimiento económico más rápido, Lewis aceptó la posibilidad
de que el proceso de crecimiento pudiera tener sus costes "en términos
sociales o espirituales" y que las sociedades debieran sopesar
cuidadosamente, a la luz de sus circunstancias y valores particulares, los
beneficios frente a los costes. Aunque se mostró firmemente partidario del
crecimiento económico, comprendió que algunos pudieran tener una actitud
ambivalente al respecto. Dijo: "exigimos la abolición de la pobreza, el
analfabetismo y la enfermedad, pero nos aferramos desesperadamente a las
creencias, los hábitos y los usos sociales que nos gustan, aun en los casos en
que son la causa misma de la pobreza que deploramos". Al final, el lugar
en que las sociedades se situasen en este debate dependería del valor que
atribuyesen a la expansión del conocimiento, la igualdad de oportunidades, la
mejora de la salud pública y el aumento de la esperanza de vida.
Lewis pensó que habría dos factores que
desempeñarían un papel decisivo en la evolución del debate sobre los beneficios
y los costes del crecimiento económico. En primer lugar, las fuerzas de la
globalización estaban llevando a una expansión más rápida de las aspiraciones
que de la producción económica. En segundo lugar, las tasas de mortalidad
estaban disminuyendo a mayor velocidad que las tasas de natalidad. Un aumento
progresivo de la brecha entre las aspiraciones y la producción podría ser
peligroso y conducir a la inestabilidad política. A este respecto, uno podía
ver el surgimiento de "variedades autóctonas de fascismo" -por
ejemplo, los señores de la guerra y los "caudillos" latinoamericanos-
o la llegada al poder de fanáticos religiosos. En cuanto al crecimiento de la
población, la elevación del nivel de vida era necesaria para ponerle freno,
constituyendo éste uno de los argumentos más poderosos en favor de un
crecimiento económico más rápido, particularmente en el mundo en desarrollo.
Una dimensión moral
Medio siglo después, Benjamin Friedman, de
la Universidad de Harvard, reexaminó los fundamentos del crecimiento económico
en su libro de 2005 The Moral Consequences of Economic
Growth (Las consecuencias morales del
crecimiento económico). Si Lewis había centrado su atención en los beneficios
del crecimiento económico, Friedman estaba muy interesado en las ramificaciones
de la ausencia del mismo. Debido a la creciente preocupación por el impacto
ambiental de un crecimiento económico rápido y los indeseables efectos
secundarios de una industrialización y globalización aceleradas -entre ellos la
erosión de la diversidad cultural- habíamos empezado a ver el crecimiento no
sólo en términos de su capacidad para mejorar el nivel de vida, sino también en
su dimensión moral. Todo el debate sobre el desarrollo sostenible tenía un
claro fundamento moral, formulado en relación con nuestra responsabilidad hacia
el bienestar de las generaciones futuras y su capacidad para mantener un nivel
de vida relativamente similar. Sin embargo, para Friedman, era preciso que la
ponderación de "los aspectos positivos materiales frente a los morales negativos
" se viera respaldada por un examen más detenido de las formas en que el
aumento de los niveles de vida configuraba "el carácter social, político
y, en última instancia, moral de un pueblo". La idea central de su tesis
es que el crecimiento económico "fomenta mayores oportunidades, la
tolerancia de la diversidad, la movilidad social, y el compromiso con la
justicia y la democracia", mientras que el estancamiento económico puede
conducir a menudo a un retroceso en relación con estos nobles objetivos
sociales. Además, esta tesis resultará válida incluso para países en etapas
relativamente avanzadas de desarrollo, en los que ya se han hecho considerables
progresos en su consecución. Friedman proporciona múltiples ejemplos históricos
en apoyo de su tesis, principalmente de países con un elevado nivel de
ingresos.
En cualquier caso, las evidencias en el
mundo en desarrollo son aún más convincentes, pues allí son más frecuentes los
episodios de estancamiento económico e inestabilidad, dado que las políticas e
instituciones en estos países se encuentran en las primeras etapas de desarrollo.
Cabe pensar en los violentos disturbios contra la población china en Indonesia
tras el desplome de la moneda de ese país en 1998; los disturbios urbanos en
Argentina a principios de 2002 cuando su sistema bancario implosionó como
resultado del impago de la deuda; la caída del gobierno ruso en agosto de 1998,
a raíz de un repentino desplome del rublo y la drástica contracción de la
economía; por no hablar de las innumerables muertes prematuras en guerras
civiles y otros conflictos en África, con el trasfondo de la caída o el
estancamiento de los ingresos durante gran parte de la era post-colonial –todos
estos ejemplos confirman el argumento. A ello se añade que el aumento del nivel
de vida moldea las actitudes de la gente, ya que es más fácil ser abierto y
tolerante cuando hay poco desempleo y la confianza en el futuro es alta.
A los gobiernos les resulta más fácil estructurar
sus políticas en torno a la distribución más justa de unos ingresos en alza que
tener que gestionar expectativas menguantes en lo que cada vez parece más un
juego de suma cero. De hecho, tal vez sea la conciencia de este fenómeno el
incentivo más poderoso para que las democracias funcionales se comprometan a
aplicar políticas económicas sensatas que generen crecimiento económico. Y, al
nivel del individuo, podría explicar por qué las sociedades prósperas valoran
la frugalidad, el trabajo duro, la educación y la adquisición de conocimiento, así
como un conjunto de comportamientos personales que refuerzan la clara conexión existente
entre los valores morales y una mayor prosperidad. En contraste, es
característico de los regímenes autoritarios preocuparse mucho menos por el
vínculo entre crecimiento económico y aumento de la prosperidad y la apertura,
la tolerancia y la equidad. En tales sociedades, gobernar no suele consistir en
llevar la prosperidad al pueblo, sino más bien persigue otros fines, desde
procurarse rentas hasta mantener las palancas del poder en manos de las élites
gobernantes, pasando por la lealtad a alguna ideología obsoleta, como dejan
bien claro los actuales Irán, Corea del Norte, Siria y Venezuela, entre otros
muchos países.
En consecuencia, Friedman plantea que el
crecimiento económico se ha convertido en el principal motor de la estabilidad
y el bienestar social. El crecimiento se ha vuelto un imperativo social y
político en todas partes. En los países en desarrollo, porque es la locomotora
de la reducción de la pobreza y de la mejora del nivel de vida; en los países
ricos, porque vivimos en un mundo de crecientes expectativas en el que los
valores de la sociedad de consumo y el materialismo han creado su propia
lógica, irresistible y persuasiva, de acumulación sin fin, independientemente
de que conduzca a una mayor felicidad o a la plenitud espiritual. La pregunta
sin respuesta es si el crecimiento económico sin límites es compatible con los
parámetros fundamentales que determinan la sostenibilidad de la vida en nuestro
planeta.[2]
¿Qué pasa con América Latina?
CorrupciónLas referencias a la corrupción y la
desigualdad en Latinoamérica por parte de Naim y Winter están absolutamente
justificadas. Hoy en día comprendemos mucho mejor sus consecuencias
destructivas. La corrupción reduce los ingresos del gobierno, está asociada al
crecimiento de la economía subterránea, desincentiva el desarrollo del sector
privado, empeora la distribución de las rentas, aumenta la incertidumbre,
reduce la legitimidad del gobierno ante la sociedad civil y la comunidad
empresarial y conduce a otras formas de delincuencia; en definitiva, tiene
consecuencias devastadoras para la prosperidad humana.[3] El
indicador internacional de corrupción más utilizado es el Corruption
Perceptions Index (CPI) de Transparencia
Internacional, que se publica anualmente para 180 países. La siguiente tabla
muestra los resultados del IPC más reciente, para los 10 países menos corruptos
y varios países de América Latina. Uruguay y Chile son los países con mejores
resultados de la región, muy por delante de Argentina, Brasil y Méjico, por no
hablar de Venezuela. De hecho, Uruguay y Chile aventajan a 16 miembros de la
Unión Europea, es decir, se sitúan en la mitad superior de sus 28 miembros.
Hace una década, Chile compartía el primer lugar con Uruguay (23) y en 2003
era, sin duda, el país menos corrupto de Latinoamérica en el puesto 20, en
comparación con Uruguay (33) y por delante de Japón, Francia y España. Los
Indicadores de Gobernabilidad Mundial del Banco Mundial (The World Bank’s Worldwide
Governance Indicators) confirman en términos
generales este panorama. Es decir que Chile ha retrocedido ligeramente en la
última década y media, posiblemente como un reflejo de los escándalos de
financiación de las campañas políticas que han empañado la reputación y han
puesto fin a la carrera de muchas figuras políticas. Sin embargo, tengo mis
dudas de que la corrupción en Chile haya sido, por si sola, el detonante de las
recientes manifestaciones multitudinarias y la destrucción de infraestructuras
(por ejemplo, el metro) que las ha acompañado.
Desigualdad
En América Latina, un problema mucho más
grave aún es la desigualdad. El sistema de medición más utilizado, el
coeficiente de Gini, arroja resultados verdaderamente desastrosos para la
región, al menos en comparación con la Unión Europea, la zona del mundo con el menor
nivel de desigualdad. En el cuadro que figura a continuación se muestra el
coeficiente de Gini de unos cuantos países de Latinoamérica y de varios
miembros de la Unión Europea, entre ellos Noruega y Estados Unidos como puntos
de referencia de utilidad. El valor medio del Gini para los países
latinoamericanos que figuran en la lista es de 46,3, mientras que para los
países europeos es de 31,1, una diferencia de 15 puntos porcentuales que
resulta enorme para un coeficiente que, para el conjunto de los países del
mundo de los que se dispone de datos, oscila entre 26 y 59. Es un dato cuando
menos preocupante. El crecimiento económico hará disminuir la pobreza; hay una
estrecha correspondencia entre el crecimiento del PIB per cápita y la mejora de
la situación de los pobres. Pero no necesariamente reducirá la desigualdad de
ingresos. De hecho, en algunos casos, según la etapa de desarrollo del país,
puede incluso ampliarla.
Hay abundante evidencia empírica que
sugiere que el aumento de la desigualdad genera también inestabilidad política,
y no se trata de un hallazgo reciente. En un estudio pionero, Edward Muller
(1988) dejó establecidas hace tiempo dos importantes conclusiones: primero, que
las democracias con una distribución de ingresos muy desigual tenían una
probabilidad mucho mayor de fractura que las que tenían una distribución de
ingresos más igualitaria; segundo, que cuanto más tiempo estén establecidas las
instituciones democráticas, mayor será la probabilidad de que se produzca una
reducción gradual de la desigualdad de ingresos. Me atrevo a aventurar que la
conexión entre desigualdad y caos político y fractura social se ha acentuado en
las últimas décadas debido a la evolución de las tecnologías de la
comunicación. La disparidad de ingresos es mucho más patente (y desalentadora)
que hace tres décadas. Mi colega Branko Milanovic ha constatado que el 62 por
ciento del incremento de los ingresos en el mundo durante los últimos 30 años
se ha concentrado en la franja del 5 por ciento superior en la distribución de
ingresos, algo que la gente puede ver y se le recuerda cada día. De modo que
cuanto antes se enfrenten los gobiernos de la región al grave problema de la
desigualdad, mayor será la probabilidad de que ésta no se vuelva ingobernable.
Pobreza
Se ha hablado mucho de la pronunciada
reducción de los niveles de pobreza extrema registrada en el mundo durante los
últimos 30 años. Los datos más recientes del Banco Mundial muestran que
alrededor de 760 millones de personas viven con menos de 1,90 dólares al día,
el extremadamente austero umbral de pobreza del Banco. La reducción de las
cifras hasta este nivel (a partir de unos 2.000 millones en 1990) se debe en
gran parte a las elevadas tasas de crecimiento económico de China y, en mucho
menor medida, de la India. Considerando un umbral de pobreza de 3,20 dólares
diarios, el número de pobres en la actualidad asciende a cerca de 2.000
millones, una cifra aun inaceptablemente alta. Veo con simpatía la idea de
utilizar algo así como un umbral de pobreza de 5,50 dólares diarios que, según
la economista estadounidense Nancy Birdsall, todavía deja a la gente pasando
apuros para llegar a fin de mes. Con este umbral de pobreza, el número de
pobres en el mundo se dispara a 3.500 millones de personas, equivalente al 46
por ciento de la población mundial, de los cuales 170 millones viven en América
Latina. Es decir que seguimos teniendo un problema de pobreza sin resolver. Y
como, parafraseando a Lewis, las aspiraciones están creciendo mucho más rápido
que los ingresos, este se convierte en otro de los problemas enquistados de la
región, que a su vez interactúa de manera tóxica con la desigualdad de
ingresos.
Soluciones
Hasta aquí el diagnóstico. Pasaré ahora a
ofrecer algunas posibles soluciones:
Tomarse
en serio la desigualdad. Hace falta que los
gobiernos actúen de manera más agresiva para reducir la desigualdad de
ingresos. Ello requerirá un uso más proactivo de las políticas tributarias, y
del presupuesto como instrumento de distribución. Esto es lo que los miembros
de la UE han venido haciendo durante las últimas décadas, de forma claramente
deliberada. Por supuesto, es más fácil hacerlo cuando se trata de gobiernos
creíbles y los ciudadanos y la comunidad empresarial están convencidos de que no
van a pagar impuestos más altos para que alguien los robe o se desperdicien de cualquier
otro modo, sino que se traducirán en mejores escuelas, infraestructuras de
mayor calidad, mejores servicios de salud pública, etc. La UE tiene un
mecanismo formal, incorporado en la legislación comunitaria, que canaliza
recursos de los miembros con mayores ingresos hacia los de ingresos inferiores
a la media. Estos recursos se canalizan a través del presupuesto de la UE y han
tenido enormes repercusiones para los miembros más pobres. Cuando España y
Portugal ingresaron en la UE en 1986, eran "pobres" en relación con
los miembros más establecidos, y empezaron a recibir anualmente cerca del 5 por
ciento del PIB como fondos "estructurales", además de otras entradas
que, en el transcurso de una generación, transformaron literalmente y ayudaron
a modernizar las economías española y portuguesa. América Latina,
lamentablemente, no cuenta con un programa tan ambicioso de integración
económica y política, y ha pagado un alto precio por no crear un espacio
económico integrado que pueda conducir a economías de escala y a una mayor
eficiencia (me referiré a ello más adelante).
Mejorar
la estructura del gasto público. Es necesario que se
utilice mejor aquello que se recaude. Los problemas en este sentido son
múltiples e insidiosos. En algunos países se gasta demasiado en subvenciones
públicas improductivas que, en el caso de la energía, redundan fundamentalmente
en beneficio de los sectores con ingresos más altos, quienes circulan con sus
coches por ciudades contaminadas y son dueños de las casas más grandes.
Subvencionar la energía empeora la distribución de ingresos y acelera el cambio
climático; en realidad, es una política pública absurda, que se aplica alegremente
en muchos países de la región con enormes costes de oportunidad en términos de
escuelas que quedan sin construir, hospitales sin modernizar o pensiones de
vejez sin subir a niveles más dignos. Otros países se han atado las manos de
manera insensata, al incorporar en sus leyes diversas restricciones (a veces
aparentemente bienintencionadas) a la estructura del gasto, leyes que limitan
seriamente la capacidad de los gobiernos para reorientar los recursos hacia
áreas que favorezcan más la productividad, en lugar de, por ejemplo, otorgar
generosas pensiones a los militares, que, en muchos países, pueden jubilarse a
una edad inusualmente temprana, considerando la esperanza de vida media. Los
países latinoamericanos gastan anualmente 64.000 millones de dólares en sus
diversas instalaciones militares, siendo ésta una región del mundo en la que el
último gran conflicto interestatal tuvo lugar hace más de 80 años: la guerra
del Chaco entre Bolivia y Paraguay en los años treinta. El FMI llama a los
gastos militares "gastos improductivos", a fin de resaltar que, como
es sabido, hay poco que ganar, por ejemplo, con la modernización de la fuerza
aérea, cuando en realidad los aviones apenas se utilizan, salvo para
impresionar ocasionalmente a la población el día de la independencia nacional
con sus correspondientes desfiles militares. Más países deberían imitar a Costa
Rica, donde el gasto militar es cero y el gobierno se ha centrado en cambio en
el desarrollo del capital humano y, sí, en tener una fuerza policial bien
entrenada para hacer cumplir la ley, frenar la delincuencia y garantizar un
nivel adecuado de seguridad dentro de las fronteras nacionales.
Más
estado de derecho. En Latinoamérica tenemos una
comprensión errónea de este concepto. En distintos momentos y para diferentes
personas, "estado de derecho" ha significado una diversidad de cosas,
entre ellas que haya un gobierno sujeto a la ley, la igualdad ante la ley, la
ley y el orden, la presencia de un sistema de justicia de eficacia predecible,
o la existencia de un Estado que salvaguarde los derechos humanos. Hay quienes
han argumentado que el concepto está vinculado a las nociones de libertad y
democracia, lo que necesariamente conlleva restricciones al poder del Estado y
garantías de libertades básicas para los ciudadanos, como la libertad de
expresión y de asociación. Desde este punto de vista, el estado de derecho
tiene elementos de moralidad política y es en gran medida la base de una
sociedad justa. Es ciertamente inseparable de la moral que sustenta la
democracia contemporánea, con su énfasis en la protección de los derechos
individuales, entre los que se encuentran los de libertad de expresión, derecho
al voto y derecho a la propiedad privada. En América Latina, sin embargo,
nuestros políticos han adoptado en general una concepción mucho más estrecha.
En lugar de preguntarnos a nosotros mismos si las leyes son de aplicación
general, si son conocidas por las partes afectadas, son comprensibles, no
tienen contradicciones internas, no se aplican retroactivamente, no son objeto
de cambios frecuentes y arbitrarios, etc., hemos interpretado el Estado de
Derecho más que como el imperio de la ley, como gobernar por la ley, lo que
supone que no hay presunción de subordinación del gobierno a la ley, la cual se
considera un vehículo no para limitar su poder, sino para servir a sus
propósitos. A esto se refieren algunos autoritarios cuando hablan de
"dictadura de la ley", es decir, que el gobierno puede hacer lo que
le plazca. Es posible que la gente de la región, particularmente los jóvenes,
no puedan formular estas distinciones con precisión, pero reconocen inmediatamente
el abuso cuando lo ven (por ejemplo, unas elecciones amañadas) y ya no están
dispuestos a tolerarlo. Salir a las calles para recordar a los políticos que
insultar la inteligencia de la gente no es una receta para el buen gobierno
será una herramienta cada vez más frecuente para promover el cambio social y político.
Empoderar
a las mujeres. Esto puede sorprender a algunos, pero el
hecho es que, en la región, pese a no ser la peor del mundo por el tratamiento
de las mujeres como ciudadanas de segunda clase, sigue prevaleciendo una
cultura dominada por los hombres en la que queda mucho por hacer en cuanto al
empoderamiento político y económico de las mujeres. En Brasil, el país más
grande de la región, con una población superior a los 200 millones de
habitantes, sólo el 15 por ciento de los miembros del parlamento son mujeres.
La presencia de mujeres en los consejos de administración de las empresas que
cotizan en bolsa es, asimismo, lamentablemente pequeña. No se trata sólo de una
cuestión de justicia y oportunidad, sino también de eficiencia económica, ya
que existen pruebas empíricas abrumadoras de que la educación y el
empoderamiento de las mujeres reportan múltiples beneficios en materia de
productividad y crecimiento
económico.
Hacer
frente a la corrupción. No voy a repasar aquí
las consecuencias absolutamente destructivas de la corrupción, ya que existe
abundante literatura sobre el tema.
Pero es evidente que en la región hay un profundo descontento con esta forma
particularmente letal de cáncer económico y social. En su magnífico libro sobre
el soborno y la corrupción, John Noonan
(1984) dijo que el daño infligido por la corrupción "va más allá de lo que
se puede medir materialmente. Cuando los funcionarios gubernamentales procuran
su enriquecimiento personal, van en contra del tejido del que dependen, pues
¿qué otra cosa sustenta a un gobierno sino la expectativa de que los que son
elegidos para actuar en pro del bienestar público sirvan a ese bienestar"?
Por otra parte, el soborno y la corrupción entran en profunda contradicción con
la base moral de la mayoría de las grandes religiones del mundo, que son las
que a menudo han proporcionado los fundamentos morales del Estado moderno. Las
estrategias de lucha contra la corrupción deben verse respaldadas por la
educación moral y el fortalecimiento de los principios éticos que sustentan la
sociedad. Esto podría entrañar el reforzamiento del componente de
responsabilidad cívica de la educación secular. Tal vez requiera que los
dirigentes religiosos dejen de lado estrechas diferencias doctrinales y se
vuelvan hacia las raíces espirituales de sus respectivos credos para revitalizar
su capacidad de guiar a los individuos y las sociedades hacia una
identificación mayor con la dimensión espiritual y no tanto con la dimensión
material de la naturaleza humana. En particular, esto exigirá la colaboración
con todas las organizaciones y fuerzas sociales que tengan firmes fundamentos
éticos. En una sociedad con normas éticas sólidas, los esfuerzos contra la
corrupción encontrarán otra fuente de fortaleza que complementará los progresos
realizados en los últimos años en la mejora del marco jurídico concebido para
combatir el soborno y la corrupción.
Una
idea nueva para revitalizar América Latina.
Con el telón de fondo del caos y la destrucción provocados por la Segunda
Guerra Mundial, las naciones de Europa se unieron y fundaron la Comunidad
Europea en 1957. Inicialmente destinada a fortalecer la cooperación
internacional y crear un espacio económico ampliado, libre de restricciones al
flujo de bienes y servicios, con el tiempo la CE evolucionó hasta convertirse
en el experimento más importante de integración económica y política, y dio
lugar al mayor bloque comercial del mundo. El proceso no ha sido fácil y los
avances en algunos ámbitos han ido seguidos a veces de retrocesos en otros.
Pero no cabe duda de que, desde una perspectiva a largo plazo, el experimento
ha tenido un éxito notable; 15 de los 30 países del mundo con la renta per
cápita más alta son miembros de la Unión Europea. Latinoamérica se beneficiaría
enormemente de una mayor integración económica, de una mayor movilidad de los
factores de producción, de la creación de un espacio económico ampliado en el
que se pudieran aprovechar las sinergias y complementariedades para mejorar la
productividad y la eficiencia, en lugar de ser un conjunto caótico de Estados
soberanos que compiten entre sí y a menudo actúan con propósitos encontrados.
La UE evolucionó gradualmente; su primera década se caracterizó principalmente
por la eliminación gradual de los aranceles al comercio intracomunitario. Habrían
de pasar décadas hasta la aparición de instituciones supranacionales, como por
ejemplo, un parlamento que aprobara leyes de la UE vinculantes para sus
miembros. Pero la idea de una Europa unida era una poderosa fuerza de cohesión
y, para los candidatos a la adhesión (por ejemplo, los países de Europa Central
y Oriental a finales de los ochenta tras la caída del Muro de Berlín y
posteriormente) sirvió de catalizador eficaz para el cambio y la modernización
y, como se ha señalado anteriormente en nuestro debate sobre la desigualdad,
fue un poderoso mecanismo de "convergencia", es decir, de reducción
de la diferencia de ingresos entre países.
Sin una nueva visión de un resurgimiento
económico que genere ilusión, la región probablemente continuará siendo presa
del malestar al que aluden Naim y Winter. Esto será malo para los 641 millones
de ciudadanos de Latinoamérica y también, en un mundo cada vez más
interdependiente, malo para el resto del mundo.
[1] Sir Arthur Lewis fue galardonado con el premio Nobel de Economía en
1979 "por sus investigaciones pioneras en el campo de la investigación del
desarrollo económico con especial consideración a los problemas de los países
en desarrollo.”
[2] Véase al respecto mi blog: “Is there a spiritual
dimension to economic development?”
[3] Véase mi blog: “Nine reasons why
corruption is a destroyer of human prosperity.”