El Nacionalismo Como Enfermedad Infantil

A mediados de los 80, yo era un joven economista del Fondo Monetario Internacional que trabajaba en el equipo económico del FMI para España. Varios de nosotros viajábamos periódicamente a Madrid para celebrar consultas con el gobierno sobre sus políticas económicas, preparar informes que identificaran los principales desafíos económicos a los que se enfrentaban las autoridades y estudiar en detalle lo que se estaba haciendo para hacerles frente. Los primeros años de esa década no habían sido un período fácil para España. Sectores importantes de la economía, como el acero o la construcción naval, estaban en crisis, a consecuencia de la aparición de competidores que producían a bajo costo en otras partes del mundo. El crecimiento económico había sido anémico y la tasa de desempleo era una de las más elevadas de Europa. En la época en que me incorporé al equipo español en 1985 estaba en marcha un programa muy serio de reformas económicas que pretendían preparar a la economía española para su próxima entrada en la Comunidad Europea, tal como entonces se llamaba. Lo que más me impresionó durante estas visitas fue hasta qué punto la perspectiva de la entrada en la UE estaba obligando al gobierno a ampliar las miras en sus políticas económicas, yendo más allá de cuestiones de estabilidad macroeconómica para abordar toda la gama de reformas sectoriales e institucionales, cuyo objetivo parecía ser la modernización integral de la economía española. Recuerdo en particular reformas orientadas a liberalizar la entrada de inversión extranjera directa para facilitar la integración de la economía española con el resto de Europa y, en realidad, del mundo. Comprendí entonces que, si se hacía bien, esto podría conducir no sólo a una entrada masiva de capital no generador de deuda, sino además a la llegada de recursos cualificados que transformarían el envejecido tejido productivo del país. Viniendo de Latinoamérica, por entonces en medio de una terrible crisis de deuda externa que había dado lugar a una década perdida de crecimiento económico prácticamente nulo, recuerdo haber pensado cuán afortunados eran los españoles: iban a convertirse en parte de un club de países ricos firmemente comprometidos con los principios democráticos y dispuestos a ayudarles a hacer esa transición con éxito.

España ingresó en la UE el 1 de enero de 1986 y a lo largo de las dos siguientes décadas fue una de las economías más pujantes de Europa. En los años posteriores a su entrada en la UE España recibió un flujo masivo de capital extranjero, gracias al interés de empresas extranjeras por beneficiarse de los bajos costes laborales en España, así como del acceso libre al vasto mercado europeo. Además de esto, fue destinataria de transferencias cuantiosas y generosas del presupuesto de la UE para financiar el desarrollo de las regiones, incluyendo la modernización de la entonces decrépita infraestructura física del país. Huelga decir que estas transformaciones afectaron, en mayor o menor medida, a todas las regiones del país, entre ellas, por supuesto, Cataluña. Implícito en todo ello se hallaba el ejercicio de un importante principio incorporado en el derecho de la UE: los estados miembros más ricos transfieren recursos a los más pobres como parte de un proceso de reducción de la brecha de ingresos entre países, algo que trajo como resultado una reducción significativa de la desigualdad intranacional en la UE.

Para finales de los 90 yo ya había dejado el FMI, pero aún seguía los acontecimientos en España con profundo interés y tuve ocasión de visitar el país y sus muchas y bellas regiones en múltiples ocasiones. Para mí la principal lección a extraer del ingreso en Europa era más política y psicológica que económica. Era la idea de que la pertenencia de España a la UE magnificó su influencia internacional, trajo como resultado una mejora sustancial en eficiencia y estaba conduciendo gradualmente a un cambio en el marco mental y los reflejos psicológicos de la gente; el gobierno de Madrid y amplios sectores de la población española parecían estar cada vez más cómodos con la idea de que su país estaba firmemente integrado en las tradiciones democráticas de sus socios de la UE, entre ellas el respeto por el estado de derecho y un incipiente sentido de ciudadanía europea como forma primaria de identificación.

Albert Einstein, a quien desagradaban de manera visceral los arraigados nacionalismos que habían causado tanto daño durante el siglo XX, dijo una vez que el nacionalismo era una “enfermedad infantil”, “el sarampión de la humanidad.” Era algo indeseable y fundamentalmente una señal de inmadurez. Coincidía con Isaiah Berlin, quien creía que era “una fase pasajera debida a la exacerbación de la conciencia nacional contenida y reprimida a la fuerza por líderes despóticos” y que cual “inflamación patológica” remitiría con el tiempo a medida que la opresión que la había provocado inicialmente desapareciera. En mis múltiples visitas a Barcelona a lo largo de los años percibí a menudo la incongruencia esencial de los anhelos de “independencia” en ciertos sectores de la población, en una época en que la región era en gran medida parte del proyecto más ambicioso e imaginativo de integración política y económica del mundo: la Unión Europea. Tras haberse beneficiado de la generosidad de los contribuyentes alemanes, suecos y de otros países ricos, que habían ayudado a convertir Cataluña en un rincón dinámico de la economía española, esas mismas personas se lamentaban de que, en un reflejo de su prosperidad recién adquirida, estuvieran contribuyendo recursos presupuestarios a algunas de las regiones más pobres de España. Pero, más importante aún, tenía la sensación de que quienes propugnaban la separación de España y convertirse en una república independiente padecían un indebidamente acentuado victimismo, la idea de que los intereses de la región, para parafrasear a Berlin, deben elevarse a la categoría de valor supremo “ante el que toda otra consideración debe someterse en todo momento.” No podía evitar pensar: ¡en qué siglo viven estas personas!

El psicólogo Erich Fromm se refirió al nacionalismo como una forma de incesto, idolatría y demencia. Bertrand Russell, que consideraba el nacionalismo una manifestación del instinto gregario, escribió en una ocasión:

“Resulta bastante extraño que el énfasis sobre los méritos de la propia nación se considere una virtud. ¿Qué habríamos de pensar de un individuo que proclamara: ‘Soy superior moral e intelectualmente a todos los demás individuos y, a causa de esta superioridad, tengo derecho a ignorar todos los intereses que no sean los míos propios?’ Hay sin duda multitud de personas que piensan así, pero si proclaman su parecer de manera demasiado abierta y lo traducen en actos de forma demasiado flagrante, se piensa mal de ellos. Sin embargo, cuando cierto número de individuos de este tipo que constituyen la población de una zona, realizan colectivamente tal declaración sobre sí mismos, se les considera nobles, extraordinarios y valerosos. Se erigen estatuas entre ellos y enseñan a los escolares a admirar a los más desvergonzados defensores de la arrogancia nacional.”

El nacionalismo morirá gradualmente por cuanto en los años venideros, confrontados con una serie de graves problemas globales, desde el cambio climático a la proliferación nuclear, la pobreza y la desigualdad, nos veremos obligados a fortalecer nuestros mecanismos de cooperación internacional y aprender a pensar, en un mundo cada vez más interdependiente, en los intereses del mundo entero, no los de una u otra nación o región en particular. La capacidad que demostremos para hallar soluciones a estos problemas se basará en una aceptación creciente de la unicidad de la humanidad, de nuestra voluntad de reunirnos para actuar con unidad de propósito. Es elección nuestra ser parte de este proceso inevitable de integración económica y política a escala global, o suspirar en vano por un mundo de lealtades limitadas que está desapareciendo con rapidez. Con suerte, más pronto que tarde nuestros hermanos y hermanas catalanes tendrán que despertar a este hecho.
(Traducido del ingles por Manuel Melgarejo)

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