¿Existe una dimensión espiritual en el desarrollo económico?


Un amigo mío en el Banco Mundial me envió recientemente la noticia de un seminario celebrado en el FMI con el título de “Economía Iluminadora”. No pude asistir, pero vi la presentación de PowerPoint y me entusiasmó su contenido. Me recordó un tiempo, quizá a partir de finales de los ochenta, en el que la comunidad dedicada al desarrollo vivió un cambio visible y empezó a reconocer la importancia de lo que Amartya Sen llamó las preocupaciones “sencillas”, como el papel de las redes de seguridad para proteger a los pobres, la distribución del capital y las rentas, la igualdad de género y, por supuesto, el medio ambiente. Aunque en el FMI éramos conscientes de la importancia de la estabilidad macroeconómica para el crecimiento, también empezó a extenderse la sensación de que era necesario crear las condiciones necesarias para un “crecimiento de buena calidad”, un término que, al menos en teoría, reconocía expresamente la importancia de las políticas destinadas a reducir la pobreza, mejorar las oportunidades y proteger el medio ambiente.

Defectos de medición
La cuestión de qué constituye un “éxito económico” (y cómo medirlo) es crucial para el debate sobre el papel de la economía en la nueva comunidad global. Durante gran parte del periodo de posguerra, la política económica estaba dirigida a estimular el crecimiento del producto nacional bruto (PIB), y se tendía a juzgar la eficacia de cualquier política en función de cuánto hubiera contribuido a impulsar esa medida agregada del valor monetario de los bienes y servicios producidos por la economía. Las instituciones financieras internacionales usan las cifras del PIB para evaluar los méritos relativos de cada estrategia de desarrollo, y sus políticas se elaboran observando de cerca la evolución de ese indicador. No es excesivo decir que, para el mundo económico profesional, el “éxito” del desarrollo económico consiste esencialmente en un crecimiento suficiente del PIB per cápita.
De hecho, el impulso para ampliar la escala de la economía mundial es tan fuerte que, desde el punto de vista de los líderes políticos, sus asesores económicos y los pueblos que los han elegido para que defiendan sus intereses materiales, ninguna política económica que no haya logrado un crecimiento continuo se consideraría un “éxito”. Sin embargo, cada vez se pone más en tela de juicio este enfoque, en parte por las preocupaciones sobre las cargas que supone para el medio ambiente un crecimiento que vaya más allá de las dimensiones actuales y, sobre todo, por las nuevas conclusiones de la economía del comportamiento (behavioural economics) sobre la relación entre el crecimiento de la economía y el bienestar de las comunidades. Esta cuestión tiene al menos dos aspectos. El primero está relacionado con determinadas deficiencias del propio indicador y las repercusiones que el hecho de haberlas pasado por alto en el debate sobre el desarrollo ha tenido para el bienestar humano durante las últimas décadas. El segundo, más general, es sobre el papel de la ciencia económica en el proceso de desarrollo y la mejora del bienestar.
Es evidente que cualquier sistema de cálculo de rentas que trate el agotamiento de los recursos naturales como renta inmediata y, por tanto, como contribución positiva al crecimiento del PIB, está proporcionando incentivos perversos. Los países con políticas que producen el rápido agotamiento de sus recursos naturales no renovables pueden experimentar elevadas tasas de crecimiento a corto plazo, aunque la ejecución persistente de esas políticas suponga que las generaciones futuras quizá dejen de tener acceso a esos recursos y, por consiguiente, su nivel de vida empeore. La contaminación y la degradación medioambiental derivadas de esas políticas también se considerarán un factor positivo en la balanza del PIB porque es probable que vayan acompañadas de un enorme crecimiento de la industria en ese periodo. La actividad económica asociada a las facturas médicas que se acumularían como consecuencia de las repercusiones de los problemas medioambientales en la salud pública también contribuyen de forma positiva al crecimiento del PIB. De hecho, estos defectos concretos en la medición del crecimiento económico (y, por tanto, en la percepción pública sobre la validez de una política determinada) han desembocado en la aparición de una falsa dicotomía, según la cual la protección de los recursos naturales se ve en muchos países, trágicamente, como una limitación del crecimiento, en lugar de un instrumento que garantiza su sostenibilidad.
Otras actividades “positivas para el PIB” son, por ejemplo, que los ciudadanos gasten vastas sumas de dinero en la compra de complejos sistemas de seguridad para sus hogares frente a una delincuencia en aumento; o la sobrealimentación, que ha conducido al nacimiento de una floreciente industria de las dietas para ayudar a la gente a luchar contra las consecuencias de esos excesos. Por otra parte, hay muchas actividades que podrían considerarse creadoras de bienestar y que, sin embargo, se tachan de “negativas” al elaborar los cálculos del PIB. Por ejemplo, cuando las madres deciden quedarse temporalmente en casa para cuidar de sus hijos en lugar de entrar en el mercado de trabajo, cuando los padres apagan la televisión durante la cena para hablar con sus hijos, o cuando los países deciden cerrar fábricas e instalaciones de armas. Lo que me interesa no es criticar el sistema de cuentas nacionales. Pero estas deficiencias, que son conocidas e incluso reconocidas por los responsables políticos, encuentran escaso eco en el debate sobre lo que constituye un buen desarrollo económico, y se ha hecho muy poco para cambiar el foco de ese debate al desarrollo de criterios alternativos para medirlo.
Por supuesto, puede suceder que el PIB crezca rápidamente y la distribución de rentas empeore al mismo tiempo, como ha ocurrido en numerosos países durante el último cuarto de siglo. Tampoco es extraño que un crecimiento elevado del PIB conviva con el desprecio y la falta de respeto por los derechos humanos y civiles básicos, como demuestra claramente la experiencia de países “de alto rendimiento” (en términos de PIB) durante los últimos 40 años.
Esto no quiere decir que no haya habido intentos de construir formas de medir alternativas. Un buen ejemplo es el Índice de Desarrollo Humano (IDH), elaborado por el PNUD, que utiliza criterios de esperanza de vida, educación y renta per cápita para intentar capturar aspectos más amplios del desarrollo socioeconómico. Un ejemplo todavía más avanzado es el Índice de Bienestar Económico Sostenible (IBES), elaborado por Herman Daly y John Cobb en los años noventa, que incorpora los efectos negativos de factores como los daños medioambientales a largo plazo, el agotamiento de los recursos no renovables, los costes de la contaminación y otros fenómenos destructores del bienestar. Daley y Cobb demostraron que, en Estados Unidos, la renta per cápita ajustada a la inflación, según el IBES, era alrededor del 4% más bajo en 1990 que en 1966; en ese mismo periodo, el PIB per cápita medido según los criterios tradicionales subió un 55%. Sin embargo, pese a lo importantes que han sido estas iniciativas, en general, no han tenido repercusiones prácticas en las operaciones de préstamo de las principales organizaciones internacionales de desarrollo, cuyo trabajo se rige, en la inmensa mayoría de los casos, por los criterios tradicionales del crecimiento del PIB, ni tampoco han tenido mucho efecto en el discurso sobre el desarrollo, ni a nivel político ni en los medios de comunicación.

Una visión más amplia
Como bahá'í, me atrevería a decir que las observaciones anteriores indican la necesidad de ampliar la definición de “bienestar” e investigar con más detalle la relación entre una actividad de mercado creciente y la felicidad de las personas que participan en el sistema económico. Un punto de partida es establecer un límite mental claro entre los conceptos de “crecimiento” y “desarrollo”. El primero es esencialmente un concepto cuantitativo, que capta la expansión en la escala del sistema económico, mientras que el segundo se refiere a cambios cualitativos en ese sistema y en sus relaciones con el medio ambiente y otros aspectos de la vida en comunidad. Bien entendida, la economía debería preocuparse menos por cómo aumentar la dimensión física del sistema económico y más por el bienestar a largo plazo de la comunidad cuyos intereses defiende, en teoría, ese “sistema”. La distinción es fundamental, dado lo que hemos aprendido en los últimos 20 años, por ejemplo, sobre los efectos probables del cambio climático y las catástrofes medioambientales asociadas.
En un artículo escrito para el Financial Times después de la crisis financiera global de 2008-2009, Amartya Sen recordaba a sus lectores que, en La riqueza de las naciones, Adam Smith “hablaba sobre el importante papel de los valores a la hora de decidir el comportamiento, así como la importancia de las instituciones”, pero que fue en su primer libro —La teoría de los sentimientos morales— en el que Smith “investigó exhaustivamente el poderoso papel de los valores no lucrativos”, como “la humanidad, la justicia, la generosidad y el espíritu público”, como las cualidades que eran más útiles para los demás[[1]].
Sen lleva mucho tiempo sosteniendo que la pobreza quita a la gente la libertad para satisfacer el hambre, alcanzar niveles suficientes de nutrición, adquirir remedios para enfermedades tratables, disfrutar de agua potable, vestir de forma adecuada, y así sucesivamente. Es decir, ve la pobreza no solo en función de los bajos niveles de renta, sino más en general como la falta de unas capacidades básicas que permitan a los pobres participar de forma más activa en la economía y la vida del país. La tiranía, la intolerancia, la falta de oportunidades económicas, las prioridades equivocadas de gasto público, que lleva al abandono de los servicios públicos, y lo que Sen denomina la “sobreactividad de los Estados represivos” constituyen, de una forma u otra, obstáculos a la libertad y, por tanto, barreras que impiden el desarrollo.
Los retos que plantea todo esto quedan más esclarecidos en la declaración titulada Prosperity of Humankind, dada a conocer por la Comunidad Bahá'í Internacional en 1995: “Una cultura que atribuye un valor absoluto a la expansión, la adquisición y la satisfacción de los deseos de las personas está obligada a reconocer que esos objetivos no son, en sí mismos, criterios realistas de orientación de una política. Como la experiencia de las últimas décadas ha demostrado, los esfuerzos y los beneficios materiales no pueden considerarse fines en sí mismos. Su valor reside no solo en cubrir las necesidades humanas básicas de vivienda, alimento, atención médica y otras cosas similares, sino en extender el alcance de las capacidades humanas. Por consiguiente, el papel más importante que debe desempeñar la economía en el desarrollo es el de equipar a las personas e instituciones con los medios necesarios para poder alcanzar el verdadero objetivo del desarrollo; es decir, sentar las bases para un nuevo orden social capaz de cultivar las potencialidades ilimitadas latentes en la conciencia humana”.

La dimensión espiritual
Los bahá’is, por tanto, alegan que existe una dimensión espiritual fundamental en la vida y que la economía debe incorporar esa realidad a sus propios fundamentos[[2]]. De hecho, las enseñanzas bahá’is alegan que la soluciones a muchos problemas económicos se encuentran en la aplicación de principios espirituales, un mensaje central de Prosperity of Humankind: “Para la inmensa mayoría de la población mundial, la idea de que la naturaleza humana tiene una dimensión espiritual —es más, que su identidad fundamental es espiritual— es una verdad que no requiere demostraciones. Es una percepción de la realidad que puede verse en las primeras huellas de la civilización y que han cultivado desde hace milenios todas las grandes tradiciones religiosas del pasado de la humanidad. Los logros imperecederos de esa dimensión espiritual en el derecho, las bellas artes y la ordenación de las relaciones humanas son lo que da sustancia y significado a la historia. Sus incitaciones, de una forma u otra, son una influencia cotidiana en las vidas de la mayoría de los habitantes de la Tierra, y, como muestran los acontecimientos actuales en el mundo, los anhelos que despierta son inextinguibles y de una fuerza incalculable”.
Las enseñanzas bahá’is dicen que el hombre tiene una naturaleza material y espiritual. Sugieren que el propósito de la vida en este plano material es adquirir virtudes, y que nuestra realización suprema como seres humanos depende de nuestra capacidad de trascender lo puramente material y aspirar a lo espiritual. Por tanto, los bahá’is rechazarían una estrategia de desarrollo exclusivamente basada en los aspectos materiales de la vida. Por desgracia, este suele ser el enfoque de los profesionales del desarrollo y los economistas teóricos, que tienden a ver al hombre como un ser racional que persigue sus propios intereses, normalmente definidos en términos estrictamente racionales, y que, por consiguiente, tienen a juzgar el valor de las estrategias de desarrollo en función de lo que contribuyen a lograr mejoras tangibles en el bienestar material, normalmente identificado por indicadores estrictamente definidos.
Lo que proponen los bahá’is es que, en lugar de tomar el comportamiento humano observado por descontado y deducir principios económicos a partir de esas observaciones, se ofrezca una visión de lo que las personas pueden ser y después se pregunte qué tipo de instituciones, sistemas y leyes se necesitan para ayudarles a desarrollar sus capacidades latentes. Los textos bahá’i dicen que “las normas legales y las teorías políticas y económicas están concebidas solo para proteger los intereses de la humanidad en su conjunto, no para crucificar a la humanidad con el fin de preservar la integridad de una ley o una doctrina concretas”. Es decir, debemos ver cuáles son los verdaderos propósitos y objetivos —sobre el trasfondo de un apasionado compromiso con la justicia y una preocupación por los intereses de la comunidad— y entonces diseñar y adoptar instituciones que nos permitan alcanzarlos. Por desgracia, la estrategia seguida durante gran parte del pasado siglo ha sido elaborar primero la teoría o el sistema y después hacerlo encajar con la sociedad, por la fuerza bruta si es necesario. Este enfoque del desarrollo ha sido especialmente destructivo en las sociedades totalitarias, donde, a pesar de las pruebas que se iban acumulando rápidamente de que la fidelidad a ciertos postulados ideológicos no estaba produciendo más prosperidad ni bienestar para la población, los gobiernos redoblaban sus esfuerzos para alcanzar esos objetivos, como si hubieran perdido de vista los propósitos fundamentales.
El mundo material es un reflejo de las realidades espirituales. Las enseñanzas y los principios espirituales no pueden separarse por completo de la vida material diaria. El progreso espiritual que en teoría deben hacer posible esas enseñanzas no debe confundirse con una vida de aislamiento y contemplación, sino que debe verse en el contexto de la participación activa del individuo en la vida de la comunidad. Eso pone de relieve la importancia de cosas como el servicio a los demás, la lealtad y la veracidad, la integridad y la honradez, como base de todas las relaciones humanas.

Un nuevo concepto de solidaridad
En el año 2000, yo estaba trabajando en el sector financiero en Londres y formé parte de la delegación de mi banco a las reuniones anuales del Banco Mundial y el FMI en Praga. Vaclav Havel, entonces presidente de la República Checa y uno de los líderes políticos más sabios y progresistas de Europa, dijo que había llegado el momento de “abordar otra reestructuración, la del sistema de valores en el que se basa la civilización contemporánea”. En la práctica, eso supondría adoptar un sistema de valores coherente con la aparición de una comunidad de naciones plenamente integrada y unida. Los escritos del fundador de la Fe Bahá'í, que claramente previó el incansable impulso del siglo XX hacia la interdependencia y la integración, establecen explícitamente esta necesidad al decir que “la tierra es un solo país y la humanidad, sus ciudadanos”. Con los antecedentes violentos y de excesos del siglo pasado, sería disculpable que los que leen estas palabras las consideren más la expresión de un noble ideal que una descripción exacta de la realidad humana.
Y, sin embargo, los antropólogos hablan ya desde hace tiempo de la “unidad psíquica de la humanidad”. George Murdock aseguraba que “todos los pueblos que viven hoy o de los que poseemos documentos históricos de peso, independientemente de sus diferencias geográficas y físicas, son esencialmente iguales en su composición y sus mecanismos psicológicos básicos, y las diferencias culturales entre ellos no reflejan más que las respuestas diferenciales de organismos esencialmente similares a estímulos o condiciones desiguales”[[3]]. Y, por supuesto, muchos hemos leído la declaración de Craig Venter, uno de los científicos que dirigieron los trabajos para hacer el mapa del genoma humano, cuando dijo que “no existe más que una raza: la raza humana”, y si se pregunta qué porcentaje de nuestros genes es visible en nuestro aspecto externo, que es en lo que nos basamos cuando hablamos de razas, la respuesta parece ser del orden del 0,01%.
Es posible que pasen todavía muchos años hasta que la humanidad en general adquiera conciencia de la base científica de su unidad, lo que hace pensar que “la tierra es un solo país y la humanidad, sus ciudadanos” pretendía ser al mismo tiempo una noble visión y un hecho objetivo. Todo ello parecería implicar que necesitamos desarrollar unas lealtades más amplias, coherentes con esta visión de unidad. Para que los beneficios de la globalización se materialicen, tenemos que adquirir un sentido de la solidaridad que se extienda a toda la familia humana, no solo a los miembros de nuestra tribu concreta. El matemático y filósofo inglés Bertrand Russell habló de la necesidad de “ampliar nuestro universo mental” para estar a la altura de la visión cada vez más global que ofrecían los avances y descubrimientos científicos. Dijo que nuestro sentido del bienestar colectivo tenía que ampliarse a toda la humanidad, porque era evidente que la sociedad humana se comportaba, cada vez más, como una única entidad orgánica. Estas observaciones, manifestadas hace más de medio siglo, resultan evidentes en la era de la globalización. Si no logramos infundir en nuestras ideas sobre el desarrollo económico y social cierto sentido de solidaridad y unidad a nivel global (ni, más en general, crear gradualmente la arquitectura de gobernanza global necesaria para sostenerlo), solo conseguiremos retrasar el momento en el que los frutos del desarrollo mejoren de forma tangible la vida de todos los pueblos del mundo.

[1] Sen, A. 2009. “Adam Smith’s Market Never Stood Alone” Financial Times, 11 de marzo.
[2] Debo muchas de estas reflexiones a mi amigo y colega Greg Dahl, que lleva mucho tiempo dedicado a pensar sobre estos temas y con el que he disfrutado de muchas conversaciones.
[3] Murdock, George. 1965. Culture and Society. University of Pittsburg Press.




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